UN CUENTO CON
ALAS
¿Acaso alguien se
daba cuenta de lo que estaba por ocurrir en la ciudad? Nadie. Mejor dicho, casi
nadie, porque las palomas lo sospechaban.
En un principio
fueron unas diez palomas posadas en el tanque de agua de un edificio, cabecitas
y picos en la misma dirección, hacia el este.
Poco a poco
fueron llegando muchas otras, volando en círculos para elegir la mejor
ubicación, como en un teatro al aire libre.
Las butacas
altas, sobre el tanque, todas ocupadas.
Al rato se llenó
también la platea en la cornisa. Las últimas en llegar tuvieron que inventarse
unos palcos en las azoteas de las casas vecinas.
-¿Qué hacen? ¿Qué
esperan? -se impacientó el gato que las observaba desde una ventana-. ¿Querrán
ver como se pone el sol?
El vecino, un
loro muy preparado, corrigió:
-Querrán ver como
NO se pone el sol, porque miran hacia el este y el sol se acuesta en el oeste.
De cuando en
cuando unas palomas alzaban vuelo, daban unas vueltas por ahí y regresaban. Las
de la primera fila no se movían por miedo a perder sus asientos.
-Para mí -opinó
el gato-, aquí está por pasar algo extraordinario...
Pero sólo lo dijo
para impresionar al loro.
A esas horas ya
ocurrían algunos hechos sorprendentes: en pleno invierno soplaba una tibia
brisa de primavera; las antenas de TV pataleaban de alegría y la ropa tendida,
con las magas llenas de viento, conversaba por señsa de azotea a azotea.
Pero nada de eso
les importaba a las palomas reunidas en las alturas con sus piquitos apuntando
al este.
Como siempre
sucede, cuando uno se quiere acordar, el sol da un último suspiro y se acuesta
en el oeste. Eso mismo ocurrió y en la ciudad empezó a caer la noche.
-De abajo hacia
arriba crece la noche -observó el loro-. Primero se encienden las luces de las
calles, después las ventanas, piso por piso desde el más bajo hasta el más
alto. Las estrellas son las últimas en encenderse.
-Todo crece de
abajo hacia arriba: niños,plantas y noche -dijo el gato, con lo que demostró
ser tan observador como el loro.
Las palomas blancas,
grises, manchadas, se volvieron color sombra contra el cielo que aún mostraba
sus últimas claridades.
La ropa tendida
se fue a descansar en bultos blandos en un rincón de la cocina, y el loro
ahuecó el ala y se quedó dormido.
El gato en cambio
siguió vigilando.
Le llamó la
atención un balcón cercano, hacia el este. En el balcón había sólo una jaula. Y
en la jaula, había un tordo.
-¿Sabe que pasa?
-dijo de pronto el loro abriendo un ojo-. Debe de estar por escaparse un
pájaro, de esos que la gente encierra en jaulas, y las palomas... las palom...
De haber
terminado la frase, hubiese demostrado ser más prespicaz que el gato, pero
volvió a dormirse.
El gato siguió
con la vista fija en aquel balcón, el cuello estirado, los bigotes tensos, duro
como una estatua.
El tordo
trabajaba sin descanso tratando de separar con el pico los alambres de su
prisión. Con esfuerzo, consiguió abrir un boquete mientras las palomas le
enviaban mensajes:
-¡Vamos, falta
poco! ¡Ya casi está!
Consiguió sacar
la cabecita y con otro esfuerzo atravesó los alambres y saltó afuera.
-¡A volar, a
volar!-hicieron fuerza las palomas.
El tordo anduvo a
los saltitos hasta llegar al borde del balcón.
Allí se detuvo,
miró hacia atrás y vio la jaula donde quedaba el alimento y el agua y no supo quá
hacer.
-¡A volar, a
volar! -lo alentaron las palomas.
Y levantó vuelo.
El gato dio un
respingo de emoción al verlo zambullirse en el aire.
Las palomas
remontaron vuelvo con él y se adelantaron para enseñarle el camino hacia los
bosquecitos junto al río.
El tordo las
siguió subiendo y bajando por los toboganes de la brisa, fríos unos, tibios
otros. Entre ráfagas con olor a mercado, a fábrica de galletitas, a humo de
asado, a lejano campo llovido.
Otra vez dueño de
sus alas, era el más feliz de todos los pobladores del aire.
-Volvió a nacer
-se dijo el gato, maravillado.
Siguió su vuelo
hasta perderlo de vista y le deseó toda la suerte del mundo.
Se sentía tan
amigo del tordo, como si nunca se hubiese comido un pájaro.
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