martes, 25 de febrero de 2014

Cuento de Gustavo Roldán

"Las pulgas no suben a los árboles"


—No nena, las pulgas no suben a los árboles.
—Pero mamá, es que yo tengo muchas ganas de subir. ¡Necesito subir!
—¿No te alcanza con subir a un perro?
—Estoy aburrida de los perros.
—Pero nena, se pasea, se conoce gente...
—Ufa, no quiero pasear ni conocer gente. Quiero subir a un árbol.
—Las pulgas no suben a los árboles y se acabó.
Cuando la mamá decía “se acabó” con ese tono, lo mejor era cambiar de tema. La pulguita lo sabía de memoria. ¡Pero tenía tantas ganas de subir a un árbol! En ese momento vio pasar corriendo a un gato. Detrás del gato iba corriendo un perro. El gato corría y corría. El perro corría y corría. Y cuando el perro lo estaba por alcanzar, ¡zas!, el gato pegó un salto y se trepó a un árbol.
Los ojos de la pulguita se abrieron así de grandes. Muy grandes. Porque había encontrado una solución sin desobedecer a su mamá.
—Mami —dijo poniendo voz de pulguita obediente que siempre hace caso a lo que dicen los mayores y que siempre se porta bien y nunca hace renegar a su mamá.
—¿Qué?
—¿Puedo subir al gato negro que duerme la siesta bajo la parra?
—Claro, para eso se hicieron los gatos, para que las pulgas podamos pasear.
—Bueno, chau mamá.
—Chau, nena, y cuidate.
Y la pulguita dio un salto y se trepó al gato negro que dormía bajo la parra. Y esperó y esperó, pero el gato negro parecía que tenía ganas de dormir hasta el día del juicio final.
—Ufa, así no vale —dijo la pulguita. Este gato no me sirve.
Pero como era el único gato a mano había que hacerlo servir. Y comenzó a picarlo para que se despertara, a picarlo para que se molestara y a picarlo para que se enojara. Y el gato negro se despertó, se molestó y se enojó. Y como estaba enojado lo miró al perro marrón que también descansaba bajo el parral y le hizo “fffff”. El perro marrón pegó un ladrido y mostró los colmillos y se le vino al humo. El gato negro salió corriendo y el perro marrón por detrás, y entonces apareció el árbol y el gato pegó un salto y se trepó hasta muy pero muy arriba. Y ahí se quedó. Y el perro se cansó de gruñir y se fue.
Entonces la pulguita se subió a la cabeza del gato negro y miró para todos lados. Y saltó de la cabeza del gato y se paró en la punta de una ramita. Y vio los techos de muchas casas, y vio la calle y los autos que pasaban por la calle, y vio los chicos que iban a la escuela, o que volvían de la escuela.


—Seguro que vuelven —se dijo—, porque juegan contentos y van pateando pelotas de papel. Yo tenía razón. ¡Qué lindo es subir a un árbol!
Miró hasta cansarse. Y el gato, que ya no estaba molesto ni enojado y que no tenía ganas de estar despierto, decidió bajar. La pulga volvió al gato. Y bajó el gato. Y bajó la pulga. Y el gato negro fue otra vez a acostarse bajo el parral.
—Hola pulguita —dijo la mamá. ¿Qué estuviste haciendo?
—Paseando en gato, mamá.
—¿Viste que era lindo lo que yo te decía?
—Sí, mamá, es muy lindo subir en gato.

Y la pulguita se quedó pensando de qué manera iba a resolver esas ganas bárbaras de volar que ahora le estaban haciendo cosquillas.

                                                       


jueves, 20 de febrero de 2014

MARÍA CRISTINA RAMOS



María Cristina Ramos

Desde 1978 vive en Neuquén, Argentina. Es Profesora de Literatura y capacitadora docente. Además, escritora y editora argentina, dedicada a la literatura infantil.

Realizó varias tareas de promoción de la lectura en la provincia donde radica. Tuvo a su cargo el programa "Formación de Coordinadores de Talleres Literarios Infantiles" del Consejo Provincial de Educación neuquino. Entre 1982 y 1990 se desempeñó en la Dirección Provincial de Cultura de Neuquén, coordinando el Taller Literario para niños, jóvenes y adultos. Actualmente sólo coordina talleres para adultos. En 1987 y 1988 se desempeñó como coordinadora del Plan de Lectura y Escritura provincial. Este trabajo influyó activamente en su labor literaria, ya que al ver como los chicos escriben y la relación que los mismos establecen con los libros que les gustan, se siente movilizada a escribir.

Desde 2002 posee un emprendimiento editorial propio, llamado Editorial Ruedamares, que coordina desde la ciudad de Neuquén. Este proyecto editorial surgió por la dificultad que tuvo la autora para conseguir publicar libros de poesía para pequeños lectores.





Obras de la autora:

  • Un sol para tu sombrero
  • Cuentos de la Buena Suerte
  • De papel de te espero
  • El árbol de la lluvia
  • Azul la cordillera
  • Un bosque en cada esquina
  • Ruedamares, Pirata de la mar bravía
  • Las lagartijas no vuelan
  • Las sombras del Gato
  • Maíces del silencio
  • La rama de azúcar
  

Eleazar y el río



Cuando Eleazar termino el jardín de infantes, quiso irse de viaje. Arrojo lejos el guardapolvo a cuadritos y gritó: - ¡Ahora, si puedo irme de viaje!

El padre arrugó la trompa, un poco preocupado, pero sus hermanos menores gritaron de entusiasmo.

-No debería ser un viaje muy largo –Dijo la madre-. En abril comienzan las clases de caravana y acarreo.

-No lo olvido, mamá. Para entonces ya estaré de vuelta.

Eleazar comentó su decisión con la manada. Entonces los tíos le dieron consejos: Que no olvides el sombrero, que mejor sin mucho equipaje, que no te revuelques en cualquier tierra; que cuidado al beber, que el león acecha, y así una larga lista de cosas para hacer, y otras, para no hacer.

Pero, en ese momento, Eleazar agregó:

-¡Quiero viajar… en barco por el río! –Dijo.

-¿¡En barco!? –Gritaron todos.

-Sí, quiero viajar en un barco de hojas.

-¡Ventarrones y remolinos! ¡Sólo a él se le podía ocurrir! –Dijeron los grandes. En cambio, los más chicos mecían sus trompas, llenos de alegría.

-¡Imposible! –Gritó el padre, sacudiendo la cabeza.

-¿Por qué, papá? –Lloriqueó Eleazar.

-Pero, hijo, ¿Qué hojas podían sostener el peso de un elefante?

Eleazar, contrariado, miró hacia abajo y se puso con la pata delantera a hacer un surquito en la tierra. No había pesado en eso. Entonces se dijo: “¿Quiénes saben de hojas?

¡Las hormigas! ¡Voy a verlas!” Tomo el camino lateral del bosque donde vivían las colonias de hormigas rojas y negras, rayadas, termitas y labradoras.

Una a una se fueron asomando, donde atrás de un palito, por la orilla de un brote de retama, desde la orilla de una flor. Un  pétalo se movió y dos ojos azules aparecieron detrás de él.

Era Hermelinda, una hormiga que conocía al elefante desde que era un bebé gordito, gris y con trompa de juguete.

-¡Eleazar! –Gritó, y trepó por la gigantesca pata de su amigo, lo besó en la oreja, se sentó en una arruga de su trompa y se dispuso a conservar.
-¿Qué anda haciendo mi amigo por nuestro paraje? ¿Por qué ha pasado tanto tiempo sin visitarnos? ¿Cómo lo trata la vida? ¿Qué cuenta de su familia? –Dijo Hermelinda, que tenía la costumbre de apilar las preguntas como si fueran hojas.

-Los siempreverdes ya  están florecidos –Dijo Eleazar, que contestaba cualquier cosa cuando lo mareaban con preguntas. Pero después se sentó junto a la amiga y le preguntó cómo podía hacer un viaje en barco por el río.

-Vamos a pensar –Dijo ella, y comenzó a estirarse las antenas para que las ideas le llegaran mejor-. A ver, a ver… No conozco hojas tan resistentes como para sostener a un viajero tan grandote.

-¿Y atando las hojas una con otra, y una con otra? –Propuso él, esperanzado.

-No conozco lianas tan fuertes como para atar las hojas, ni para armar un barco que te lleve –lamentó ella-. En realidad las hojas más resistentes son las de mimbre, aquellas, que crecen junto a las retamas. ¿Las ves, Eleazar? Sólo esas hojas resistirían, ¡pero son tan pequeñas!

-Ay, Hermelinda, ¡qué desgracia ser tan grande!

-No te quejes, Eleazar. Es muy bonito que hayas podido crecer tanto, a pesar de las hienas y de los leones.

-¡Pero quedo atascado en los pasadizos, derrumbo los túneles de las madrigueras, me raspo el lomo con los árboles espinosos!

-¡Eleazar! Si no existieras, el mundo no tendría nada de gris, y nosotras no hubiéramos aprendido a mirar arriba –lo consolaba Hermelinda.

Cuando estaba con su amiga, se sentía tan pequeño, como si pudiera caber adentro de un abrazo. Cerró los ojos y se imaginó caminando con ella, entrando de su mano en los hormigueros, para ver sus almacenes llenos de semilla. Si él fuera así de chiquito dormiría entre las sábanas verdes de las hormigas, y podría columpiarse en las ramas de los tamarindos. ¡Ah, qué lindo poder columpiarse!”

-A ver, Eleazar –Interrumpió Hermelinda- ¿Cómo hace un elefante para crecer tanto?

-Bueno, según mi mamá crecemos por el agua que bebemos.

-¿Cómo es eso del agua?

-Hay un lugar secreto donde vamos a beber cada mañana –Contó Eleazar, en voz muy baja-. El agua de la cascada del elefante.

-¡Esa puede ser la solución! –Se entusiasmó la hormiga, a quien se le había ocurrido una idea fantástica- ¡Tendremos mucho que hacer!
En esos días, los de la manada vieron que Eleazar salía temprano y regresaba tarde y un poco cansado. No se sabía por qué, pues él no había contado nada de su trabajo secreto. Nadie sabía que cruzaba el bosque con Hermelinda, ni que llevaban agua de la cascada del elefante para regar la mata de mimbre.

Así un día y dos, y también tres días. Al cuarto, la mata había crecido tanto que tocaba, casi, la techumbre del bosque. Se volvió más verde y se fue abriendo en hojas, como abanicos gigantes.

Una mañana, Eleazar cortó una hoja y corrió hasta el río.

Hermelinda, aferrada a la oreja para no caerse, trató de prevenir a su amigo pero no tuvo tiempo. Él puso la hoja sobre el agua y se subió en ella. Pero era demasiado elefante para tan poca hoja.

Eleazar y Hermelinda se hundieron en un instante. Salieron embarrados, escurriendo agua, Hermelinda riendo y su amigo con un poco de vergüenza.

Entonces ella le explicó que una hoja sola, por grande que fuese, no alcanzaba para sostener un elefante.

 Entonces regresaron al bosque, cortaron ramas de mimbre y las limpiaron (es decir, Eleazar se comió todos los brotes y dejó las ramas brillantes). Después las tejieron, con la ayuda de las arañas que, desde los balcones de sus palacios de hilo, les decían cómo hacer.

Cuando terminaron, las otras hormigas armaron tal griterío que todos vinieron a ver y a aplaudir. Entonces Eleazar miró a su familia y dijo:

-¡Mañana me voy de viaje por el río!

Esa noche soñó que un pájaro se apoyaba en el borde de su barco y lo hacía zozobrar. Él lo rescataba, lo apoyaba otra vez sobre el agua, pero cuando iba a subirse, el viento transformaba su barco en un barrilete. A la tercera vez, los cocodrilos se habían tomado todo el río y no quedaba agua para navegar. Eleazar, entonces, rompía a llorar y salía corriendo y gritando: “¡Hermelindaaa!”

-Sí, Eleazar, estoy aquí –Contesto Hermelinda, que acababa de llegar con un salvavidas puesto. El amigo se restregó los ojos para borrar las pesadillas.

-Hermelinda, los cocodrilos ¿Toman mucha agua?

-¿Mucha agua? No, en realidad toman mucho sol, pero ¿Agua? –Dijo la hormiga cara de no entender.

Entonces Eleazar bostezó. Fue un bostezo tan grande que las arañas debieron sujetarse de los hilos para no salir volando. Y es que de pronto tenía sueño, tal vez no era sueño.

Es que había llegado el momento de viajar, y las rodillas, y luego las orejas, y hasta el ombligo le empezaban a doler de miedo.

-Mejor no voy –Murmuró.

Sólo que entonces, comenzaron a llegar los hermanos menores para acompañarlo, y también las abejas, una familia de palomas verdes, los monos más pequeños y todas, todas las hormigas.

Fueron conversando con él hasta el río y, cuando Eleazar vio su barco amarrado en la orilla, el poquito de miedo que le quedaba aún en las orejas, se fue volando hasta asentarse en el rojo de los frutos silvestres.

-¿Vamos? –Le dijo Hermelinda.

-Probemos –Contestó él, mientras apoyaba con cuidado primero una pata, luego otra, finalmente las de atrás. Gran silencio en la orilla.

Pasó un instante largo y lento hasta que el barco comenzó a deslizarse suave sobre la corriente. Alboroto de alegría.

Poco más allá, en una saliente de arena, el barco se detuvo un momento para que el navegante se despidiera.

Hermelinda lo besó muchas veces, y le dio un atadito de lápices y papeles, para que Eleazar escribiera cartas mientras estuviera lejos. Luego descendió como una reina y se instaló junto a sus compañeras, que decían adiós con pañuelitos de hierbabuena.

Eleazar contestó los saludos, separó l embarcación de la orilla de arna y se dejó ir.

Un vientito acompañante le rozó las pestañas y algunos pájaros conocidos lo sobrevolaron por última vez.

Al barco se deslizaba sobre la piel del agua y él comenzó a sentirse liviano como una hoja, y casi pequeño, felizmente pequeño, bajo el enorme cielo azul.

lunes, 17 de febrero de 2014

El humor de Luis María Pescetti



Deseamos presentarles a continuación tres textos humorísticos de Luis María Pescetti. El primero ("El piedrazo") pertenece al libro El Pulpo está crudo  de Ediciones Alfaguara . Los dos siguientes ("Un cuento de amor y amistad" y "Lotro día") son inéditos.
"El humor es una herramienta excelente para desacralizar. Es, por sobre todas las cosas, un disparo contra cualquier principio ordenador o de autoridad; sea una regla de tránsito, el presidente de un país (y algunos presidentes dan mucho material), una regla gramatical, o una de buena conducta. Por lo general, en cualquier cosa sobre la que haya consenso, puede venir el humor y "disparar" sobre ella." (Declaraciones de Luis María Pescetti a la revista Contratapa N° 10, Buenos Aires, Alfaguara, 2do. semestre de 1998).

"El piedrazo”

Resulta que yo había comprado una rifa de la cooperadora de la escuela que queda a media cuadra, y había sacado el primer premio que eran cuatro autos, dos casas, tres motos y un cuchillito.
Bueno, con uno de los autos había pasado a buscar a la que ahora es mi novia, para llevarla a pasear. A ella se le había ocurrido traer el termo y el mate, así que nos fuimos a tomar unos mates a la playa. Ella me gustaba mucho, pero mucho en serio, y quería impresionarla con algo. No se me ocurría con qué. Entonces vi que había unas piedritas, le devolví el mate y le dije: "Mirá, vas a ver qué lejos llego". "¡Ay, dale me encanta!", dijo ella mientras cambiaba la yerba. Yo no quería que el piedrazo se quedara por ahí cerca nomás, así que tomé carrera y la tiré con todo. Nos quedamos mirando para ver el chapuzón de la piedra en el agua, pero nada. Por más que miramos, no la vimos caer. Tiré de nuevo. Pero, otra vez, no vimos dónde caía. Bueno, nos pareció raro; pero no le hicimos caso. Seguimos charlando de nuestras cosas, ahí medio fue que me declaré. Terminamos de tomar mate y nos fuimos.
Al otro año, de nuevo se me ocurre invitarla a pasear a esa playa para festejar que hacía un año que estábamos de novios. Llevamos mate, todo igual que la otra vez. En eso estábamos de lo más tranquilos, cuando ¡páfate! a ella le pegan un piedrazo en la cabeza. Me levanté hecho una fiera, para ver quién había sido el bruto. Pero no había nadie. La playa es amplia y se ve lejos. ¿Entonces quién había sido? Y ahí me di cuenta, ¡era la piedra que yo mismo había tirado el año pasado! Había dado la vuelta al mundo y le pegó en la nuca a mi novia. Le expliqué y ella gritó: "¡Entonces agacháte que debe estar por llegar la otra!". Tal cual, menos mal que nos agachamos porque al ratito nomás, ahí delante de donde estábamos, pegó el otro piedrazo.
Después seguimos tomando mate lo más tranquilos porque había tirado dos nomás, que si no nos teníamos que ir.


“Un cuento de amor y amistad”

Pablo, el que hacía caca en un establo, le dijo a Inés, la de la caca al revés, que si quería jugar con él y con Rubén, que hacía caca en un tren. Inés estaba con Sofía, la que hacía caca todo el día, y le contestó que no. Pablo, el de la caca para el diablo, se enojó. Justo pasaba por ahí la maestra Teresa, que hacía caca con frambuesa, y le dijo:
—Pablo, el que hace caca cuando le hablo, no le digas así a Inés, la de la caca de pez. Mejor andáte a jugar con Luis, el de la caca y el pis, o con Gustavo, el de la caca por centavo.
Pablo le contestó:
—Señorita Teresa, que hace caca con destreza, lo que pasa es que ellas, que hacen la caca tan bella, nunca quieren jugar con nosotros, que hacemos caca con otros.
La maestra Teresa, que hacía caca en una mesa, lo miró con mucho cariño a Pablo, el que hacía caca en un vocablo, y le dijo:
—¡Ay tesoro, el de la caca de loro! ¿no será que estás enamorado de ellas, que hacen caca con estrellas?
Justo llegaba Tomás, el de la caca das, y cuando oyó eso le dijo a la señorita, que hacía caca tan finita:
—Es verdad maestra, la que la caca le cuesta, él está muy enamorado de Sofía, la que hace caca en las vías.
Pablo se puso colorado de enojo y les contestó:
—¡No es cierto! Y vos, Tomás tomalosa, que hacés la caca en Formosa, vos gustás de Inés, que hace una caca por vez.
—¡Mentiroso! mirá, Pablo pableta, que hace la caca en bicicleta, mejor te callás.
Entonces la señorita Teresa, que tenía caca en la cabeza, los miró y les dijo:
—Pablo Pablito, caca de pajarito, y Tomás Tomasito, caca de perrito, ustedes son amigos y no tienen que pelearse ni por la caca enojarse. Por ahora vayan a jugar entre ustedes, que ya va a llegar el día en que esas niñas, con la caca en trensiñas, los buscarán para jugar.

Pablo y Tomás, salieron corriendo abrazados, haciendo caca de parados, y se olvidaron de preguntar si trensiñas quiere decir algo o nada más lo inventó la señorita haciendo caca con palabritas.

sábado, 15 de febrero de 2014

DAVID MCKEE

David McKee

Es un escritor de literatura infantil e ilustrador británico. Nació en 1935 en Devon (Reino Unido).
Cuando era estudiante en Plymouth College of Art and Design, comenzó a dibujar caricaturas y trabajó para una revista y un periódico, luego se hizo famoso como dibujante independiente.
Su primer libro "La historia de Tucán" fue publicado en 1964. Sus numerosos libros ilustrados para niños es un éxito y se han publicado en más de 20 países.
El personaje más famoso y más exitoso es: "Elmer, el elefante a cuadros", inspirado en la obra del pintor alemán, Paul Klee. El libro ilustrado fue publicado en Inglaterra en 1969 y fue desarrollado por el profesor alemán Hans-Georg Lenzen traducida de su propia idioma alemán.




Obras del autor:
  • El mago y el hechicero 
  • Ahora no, Bernardo 
  • Dos monstruos 
  • Elmer 
  • Elmer y Wilbur 
  • Elmer en la nieve 
  • Elmer y el viento se llevó 
  • Elmer y el extraño 
  • Elmer y la mariposa 
  • Elmer juega al escondite 
  • La historia de Tucán
  • La triste historia de Verónica
  • Los dos almirantes
  • Negros y blancos
ELMER 

  
Había una vez una manada de elefantes. Elefantes jóvenes, elefantes viejos, elefantes altos o gordos o delgados. Elefantes como éste, como ése o como aquel otro, todos diferentes pero todos felices y del mismo color. Todos excepto Elmer.

Elmer era diferente. Elmer era de retazos. Elmer era amarillo; y anaranjado; y rojo; y rosado; y morado; y azul; y verde; y negro; y blanco. Elmer no era de color elefante.

Era Elmer quien mantenía felices a los elefantes, algunas veces ellos le hacían bromas a él. Pero si había incluso una pequeña sonrisa, usualmente era Elmer quien la provocaba.

Una noche Elmer no pudo dormir por estar pensando, y lo que pensaba era que estaba cansado de ser diferente. <¿Quién ha oído hablar de un elefante de retazos?>, pensó. <Con razón se ríen de mí>. En la mañana, antes de que los demás estuvieran completamente despiertos, Elmer se escabulló en silencio, sin que nadie lo notara.

Mientras caminaba por la selva, Elmer se encontró con los demás animales.

Ellos siempre le decían:
-          Buenos días, Elmer.
Y cada vez Elmer sonreía y respondía:
-          Buenos días.

Después de una larga caminata, Elmer encontró lo que estaba buscando: una gran arbusto cubierto de bayas, un gran arbusto cubierto de bayas de color elefante. Elmer sujetó con fuerza el arbusto y lo sacudió y lo sacudió hasta que las bayas cayeron al suelo.

Una vez que el suelo se cubrió de bayas, Elmer se acostó y se revolcó por todas partes, de aquí para allá, una y otra vez. Luego, recogió puñados de bayas y se frotó con ellas por todas partes, cubriéndose con su jugo, hasta que no hubo ya rastro alguno de amarillo, o anaranjado, o rojo, o rosado, o morado, o azul, o verde, o negro, o blanco. Cuando terminó, Elmer se veía como cualquier otro elefante.

Luego, Elmer partió de regreso a la manada. En el camino se encontró de nuevo con los otros animales.

Esta vez cada uno le decía:
-          Bueno días, elefante.
Y cada vez Elmer sonreía y respondía:
-          Buenos días- satisfecho porque no lo reconocían.

Cuando Elmer se reunió con los demás elefantes todos estaban reposando tranquilamente. Ninguno de ellos vio a Elmer regresar al centro de la manada.

Después de un rato, Elmer sintió que algo andaba mal. Pero, ¿Qué era? Miró a su alrededor: la misma selva, el mismo cielo brillante, el mismo nubarrón que de vez en cuando aparecía y, por último, los mismos elefantes de siempre. Elmer los miró.

Los elefantes estaban absolutamente quietos. Elmer nunca los había visto tan serios. Mientras más miraba a esos elefantes serios, silenciosos y quietos, más ganas le daban de reír. Finalmente no pudo aguantar más. Levantó su trompa y, tan fuerte como pudo, gritó:

¡ BUUUUUUUU!

Los elefantes saltaron y cayeron por todas partes, sorprendidos.
-          ¡Santo cielo!- dijeron. Luego vieron a Elmer riendo sin consuelo.
-          Elmer - dijeron-. Debe ser Elmer. Entonces todos rieron como nunca habías rieron antes.

Mientras reían, el nubarrón se estremeció, y cuando la lluvia cayó sobre Elmer sus trozos empezaron a verse de nuevo. Los elefantes seguían riendo mientras Elmer regresaba a la normalidad.
-          ¡Elmer! – exclamó un viejo elefante-. Siempre nos has jugado buenas bromas, pero esta es la mejor de todas. No te tomó mucho tiempo mostrar tus verdaderos colores.
-          Debemos celebrar este día cada año- dijo otro elefante -. Será el día de Elmer. Todos los elefantes deberían pintarse y Elmer se pintará de color elefante.

Y eso es exactamente lo que los elefantes hacen: un día al año se disfrazan y salen a desfilar. Si ese día llegaras a ver un elefante de color elefante, sabrás que se trata de Elmer.

lunes, 10 de febrero de 2014

"La Sirena y el capitán"

   Ideal para los niños de sección de 5 años... un cuento diferente, como nos tiene acostumbrados la autora M. Elena Walsh, que nos lleva a recorrer algo tan nuestro como el mate y el tango: el río Paraná.

LA SIRENA Y EL CAPITÁN

   Había una vez una sirena que vivía por el río Paraná. Tenía su ranchito de hojas en un camalote y allí pasaba los días peinando su largo pelo color de miel, y pasaba las noches cantando, porque su oficio era cantar.

   En noches de luna llena por el río Paraná
una sirena cantando va.
   Por aquí, por allá, el agua qué fría está.
Juncal y arena del Paraná,
una sirena cantando va.

   Alahí se llamaba la sirena y, como era un poco maga, sabía gobernar su camalote y remontarlo contra la corriente. A veces iba hasta las Cataratas del Iguazú para darse una larga ducha fresquita llena de espuma.
   Después tomaba sol en la orilla y conversaba con los muchos amigos que tenía por el cielo, el agua y la tierra. Ninguno le hacía daño. Hasta los que parecen más malos, como los caimanes y las víboras, se le acercaban mimosos.
   A veces, toda una hilera de mariposas le sostenía el pelo y los pájaros se juntaban en coro para arrullarle la siesta.
   Hace muchos años de esto. América todavía era india: no habían llegado los españoles con sus barbas y sus barcos. Las pocas personas que alguna vez habían entrevisto a Alahí, creían que era un sueño, y corrían a frotarse los ojos con ungüento para espantar la visión de esa hermosa criatura mitad muchacha y mitad pez.
   Una noche de luna, Alahí se puso a cantar como de costumbre, y tanto se entretuvo y tan fuerte cantaba recostada en la orilla lejos de su camalote, que no oyó que por el agua se acercaba un enorme barco con las velas desplegadas. Los hombres del barco también venían cantando.

   Soy marinero y aventurero, vengo de España y olé.
   Quiero gloria, quiero dinero y con los dos volveré.
   Para mí será el dinero, la gloria para mi rey.

–¡Callad! –dijo el capitán, que era flaco y barbudo como Don Quijote– Callad, que alguien está cantando mejor que vosotros.
¿Será quizás un pintado pajarillo cual la abubilla o el estornino, capitán? –le dijo un marinero tonto.
–Calla, que los pajarillos no cantan de noche. ¡Tirad las anclas!
–¿Vamos a tierra, capitán?
–No, iré yo solo.
   El barco amarró suavemente muy cerca de Alahí, que al ver a los hombres extraños enmudeció y trató de deslizarse hasta su camalote para huir. El capitán saltó a la orilla y la sorprendió.
Alahí se quedó quietita, muerta de miedo, mientras cundía la alarma entre todos sus amigos.
–¿Quién vive? –preguntó el capitán don Gonzalo de Valdepeñas y Villatuerta del Calabacete, que así se llamaba.
La sirena no contestó y trató de escapar.
–¡Alto allí!
   El capitán alzó su farola y...
–¡Una sirena, vive Dios! ¿Estaré soñando? ¡Qué cosas se ven en estas embrujadas y patrañosas tierras!
–Más raro es usted, señor –dijo Alahí–, todo vestido de lata y más peludo que un mono, señor.
–Eres tan bella que paso por alto tu insolencia. Serás mi esposa y reina de los ríos de España.
–No, señor, lo siento mucho pero no... Y Alahí trató de escurrirse entre las hojas.
–¡Detente!
   El capitán la ató al tronco de un árbol. En las ramas los pajaritos temblaban por la suerte de su querida sirena.
–Haré un cofre y te encerraré para que no te escapes.
   El capitán sacó su hacha y allí mismo se puso a hachar un árbol para construir la jaula para la pobre sirena.
–Ay, tengo frío –dijo Alahí.
   El capitán, que era todo un caballero, quiso prestarle su coraza, pero no se la pudo quitar porque se había olvidado el abrelatas en el barco.
A todo esto, los amigos de Alahí se habían dado la voz de alarma y cuchicheaban entre las hojas, mientras el capitán talaba el árbol. Varios caimanes salieron del agua y se acercaron sigilosos. Muy cerca relampagueaban los ojos del tigre con toda su familia.
   Cien monitos saltaron de árbol en árbol hasta llegar al de Alahí. Un regimiento de pájaros carpinteros avanzaba en fila india. Las mariposas estaban agazapadas entre el follaje. Las tortugas hicieron un puente desde la otra orilla para que los armadillos pudieran cruzar.
   Cuando estuvieron todos listos, un papagayo dio la señal de ataque:
–¡Ahora!
   Los monitos se descolgaron sobre el capitán, chillando y tirándole de las orejas.
   Los caimanes le pegaron feroces coletazos. Las mariposas revolotearon sobre sus ojos para cegarlo. Dos culebras se le enredaron en los pies para hacerlo tropezar.
   El tigre, la tigra y los tigrecitos le mostraron uñas y colmillos, porque no hacía falta más. Luego llegó el escuadrón blindado de los mosquitos y obligaron al capitán a escapar despavorido y trepar por una escala de cuerda hasta la borda de su barco.
–¡Alzad el ancla, levad amarras, izad las velas, huyamos de esta tierra de demonios!
   Mientras el barco soltaba amarras, los pájaros carpinteros terminaron el trabajo picoteando las cuerdas hasta liberar a la pobre Alahí.
–¡Gracias, amigos, gracias por este regalo, el más hermoso para mí: la libertad!
   Amanecía cuando la sirena volvió a su camalote, escoltada por cielo y tierra de todos sus amigos. Allá, muy lejos se iba el barco de los hombres extraños. Alahí tomó el rumbo contrario en su camalote y se alejó río arriba, hasta Paitití, el país de la leyenda, donde sigue viviendo libre y cantando siempre para quien sepa oírla.