martes, 25 de febrero de 2014

Cuento de Gustavo Roldán

"Las pulgas no suben a los árboles"


—No nena, las pulgas no suben a los árboles.
—Pero mamá, es que yo tengo muchas ganas de subir. ¡Necesito subir!
—¿No te alcanza con subir a un perro?
—Estoy aburrida de los perros.
—Pero nena, se pasea, se conoce gente...
—Ufa, no quiero pasear ni conocer gente. Quiero subir a un árbol.
—Las pulgas no suben a los árboles y se acabó.
Cuando la mamá decía “se acabó” con ese tono, lo mejor era cambiar de tema. La pulguita lo sabía de memoria. ¡Pero tenía tantas ganas de subir a un árbol! En ese momento vio pasar corriendo a un gato. Detrás del gato iba corriendo un perro. El gato corría y corría. El perro corría y corría. Y cuando el perro lo estaba por alcanzar, ¡zas!, el gato pegó un salto y se trepó a un árbol.
Los ojos de la pulguita se abrieron así de grandes. Muy grandes. Porque había encontrado una solución sin desobedecer a su mamá.
—Mami —dijo poniendo voz de pulguita obediente que siempre hace caso a lo que dicen los mayores y que siempre se porta bien y nunca hace renegar a su mamá.
—¿Qué?
—¿Puedo subir al gato negro que duerme la siesta bajo la parra?
—Claro, para eso se hicieron los gatos, para que las pulgas podamos pasear.
—Bueno, chau mamá.
—Chau, nena, y cuidate.
Y la pulguita dio un salto y se trepó al gato negro que dormía bajo la parra. Y esperó y esperó, pero el gato negro parecía que tenía ganas de dormir hasta el día del juicio final.
—Ufa, así no vale —dijo la pulguita. Este gato no me sirve.
Pero como era el único gato a mano había que hacerlo servir. Y comenzó a picarlo para que se despertara, a picarlo para que se molestara y a picarlo para que se enojara. Y el gato negro se despertó, se molestó y se enojó. Y como estaba enojado lo miró al perro marrón que también descansaba bajo el parral y le hizo “fffff”. El perro marrón pegó un ladrido y mostró los colmillos y se le vino al humo. El gato negro salió corriendo y el perro marrón por detrás, y entonces apareció el árbol y el gato pegó un salto y se trepó hasta muy pero muy arriba. Y ahí se quedó. Y el perro se cansó de gruñir y se fue.
Entonces la pulguita se subió a la cabeza del gato negro y miró para todos lados. Y saltó de la cabeza del gato y se paró en la punta de una ramita. Y vio los techos de muchas casas, y vio la calle y los autos que pasaban por la calle, y vio los chicos que iban a la escuela, o que volvían de la escuela.


—Seguro que vuelven —se dijo—, porque juegan contentos y van pateando pelotas de papel. Yo tenía razón. ¡Qué lindo es subir a un árbol!
Miró hasta cansarse. Y el gato, que ya no estaba molesto ni enojado y que no tenía ganas de estar despierto, decidió bajar. La pulga volvió al gato. Y bajó el gato. Y bajó la pulga. Y el gato negro fue otra vez a acostarse bajo el parral.
—Hola pulguita —dijo la mamá. ¿Qué estuviste haciendo?
—Paseando en gato, mamá.
—¿Viste que era lindo lo que yo te decía?
—Sí, mamá, es muy lindo subir en gato.

Y la pulguita se quedó pensando de qué manera iba a resolver esas ganas bárbaras de volar que ahora le estaban haciendo cosquillas.

                                                       


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