martes, 18 de marzo de 2014

Beatriz Ferro

UN CUENTO CON ALAS


¿Acaso alguien se daba cuenta de lo que estaba por ocurrir en la ciudad? Nadie. Mejor dicho, casi nadie, porque las palomas lo sospechaban.
En un principio fueron unas diez palomas posadas en el tanque de agua de un edificio, cabecitas y picos en la misma dirección, hacia el este.
Poco a poco fueron llegando muchas otras, volando en círculos para elegir la mejor ubicación, como en un teatro al aire libre.
Las butacas altas, sobre el tanque, todas ocupadas.
Al rato se llenó también la platea en la cornisa. Las últimas en llegar tuvieron que inventarse unos palcos en las azoteas de las casas vecinas.
-¿Qué hacen? ¿Qué esperan? -se impacientó el gato que las observaba desde una ventana-. ¿Querrán ver como se pone el sol?
El vecino, un loro muy preparado, corrigió:
-Querrán ver como NO se pone el sol, porque miran hacia el este y el sol se acuesta en el oeste.
De cuando en cuando unas palomas alzaban vuelo, daban unas vueltas por ahí y regresaban. Las de la primera fila no se movían por miedo a perder sus asientos.
-Para mí -opinó el gato-, aquí está por pasar algo extraordinario...
Pero sólo lo dijo para impresionar al loro.
A esas horas ya ocurrían algunos hechos sorprendentes: en pleno invierno soplaba una tibia brisa de primavera; las antenas de TV pataleaban de alegría y la ropa tendida, con las magas llenas de viento, conversaba por señsa de azotea a azotea.
Pero nada de eso les importaba a las palomas reunidas en las alturas con sus piquitos apuntando al este.
Como siempre sucede, cuando uno se quiere acordar, el sol da un último suspiro y se acuesta en el oeste. Eso mismo ocurrió y en la ciudad empezó a caer la noche.
-De abajo hacia arriba crece la noche -observó el loro-. Primero se encienden las luces de las calles, después las ventanas, piso por piso desde el más bajo hasta el más alto. Las estrellas son las últimas en encenderse.
-Todo crece de abajo hacia arriba: niños,plantas y noche -dijo el gato, con lo que demostró ser tan observador como el loro.
Las palomas blancas, grises, manchadas, se volvieron color sombra contra el cielo que aún mostraba sus últimas claridades.
La ropa tendida se fue a descansar en bultos blandos en un rincón de la cocina, y el loro ahuecó el ala y se quedó dormido.
El gato en cambio siguió vigilando.
Le llamó la atención un balcón cercano, hacia el este. En el balcón había sólo una jaula. Y en la jaula, había un tordo.
-¿Sabe que pasa? -dijo de pronto el loro abriendo un ojo-. Debe de estar por escaparse un pájaro, de esos que la gente encierra en jaulas, y las palomas... las palom...
De haber terminado la frase, hubiese demostrado ser más prespicaz que el gato, pero volvió a dormirse.
El gato siguió con la vista fija en aquel balcón, el cuello estirado, los bigotes tensos, duro como una estatua.
El tordo trabajaba sin descanso tratando de separar con el pico los alambres de su prisión. Con esfuerzo, consiguió abrir un boquete mientras las palomas le enviaban mensajes:
-¡Vamos, falta poco! ¡Ya casi está!
Consiguió sacar la cabecita y con otro esfuerzo atravesó los alambres y saltó afuera.
-¡A volar, a volar!-hicieron fuerza las palomas.
El tordo anduvo a los saltitos hasta llegar al borde del balcón.
Allí se detuvo, miró hacia atrás y vio la jaula donde quedaba el alimento y el agua y no supo quá hacer.
-¡A volar, a volar! -lo alentaron las palomas.
Y levantó vuelo.
El gato dio un respingo de emoción al verlo zambullirse en el aire.
Las palomas remontaron vuelvo con él y se adelantaron para enseñarle el camino hacia los bosquecitos junto al río.
El tordo las siguió subiendo y bajando por los toboganes de la brisa, fríos unos, tibios otros. Entre ráfagas con olor a mercado, a fábrica de galletitas, a humo de asado, a lejano campo llovido.
Otra vez dueño de sus alas, era el más feliz de todos los pobladores del aire.
-Volvió a nacer -se dijo el gato, maravillado.
Siguió su vuelo hasta perderlo de vista y le deseó toda la suerte del mundo.

Se sentía tan amigo del tordo, como si nunca se hubiese comido un pájaro.


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