María Cristina Ramos
Desde 1978 vive en Neuquén, Argentina. Es Profesora de Literatura y
capacitadora docente. Además, escritora y editora argentina, dedicada a la literatura
infantil.
Realizó varias tareas de promoción de la lectura en la provincia donde radica.
Tuvo a su cargo el programa "Formación de Coordinadores de Talleres
Literarios Infantiles" del Consejo Provincial de Educación neuquino. Entre
1982 y 1990 se desempeñó en la Dirección Provincial de Cultura de Neuquén,
coordinando el Taller Literario para niños, jóvenes y adultos. Actualmente sólo
coordina talleres para adultos. En 1987 y 1988 se desempeñó como coordinadora
del Plan de Lectura y Escritura provincial. Este trabajo influyó activamente en
su labor literaria, ya que al ver como los chicos escriben y la relación que
los mismos establecen con los libros que les gustan, se siente movilizada a
escribir.
Desde 2002 posee un emprendimiento editorial propio, llamado Editorial
Ruedamares, que coordina desde la ciudad de Neuquén. Este proyecto editorial
surgió por la dificultad que tuvo la autora para conseguir publicar libros de
poesía para pequeños lectores.
Obras de la autora:
- Un sol para tu
sombrero
- Cuentos de la Buena Suerte
- De papel de te
espero
- El árbol de la
lluvia
- Azul la cordillera
- Un bosque en cada
esquina
- Ruedamares, Pirata
de la mar bravía
- Las lagartijas no
vuelan
- Las sombras del
Gato
- Maíces del silencio
- La rama de azúcar
Eleazar y el río
Cuando Eleazar termino el
jardín de infantes, quiso irse de viaje. Arrojo lejos el guardapolvo a
cuadritos y gritó: - ¡Ahora, si puedo irme de viaje!
El padre arrugó la
trompa, un poco preocupado, pero sus hermanos menores gritaron de entusiasmo.
-No debería ser un viaje
muy largo –Dijo la madre-. En abril comienzan las clases de caravana y acarreo.
-No lo olvido, mamá. Para
entonces ya estaré de vuelta.
Eleazar comentó su
decisión con la manada. Entonces los tíos le dieron consejos: Que no olvides el
sombrero, que mejor sin mucho equipaje, que no te revuelques en cualquier
tierra; que cuidado al beber, que el león acecha, y así una larga lista de
cosas para hacer, y otras, para no hacer.
Pero, en ese momento,
Eleazar agregó:
-¡Quiero viajar… en barco
por el río! –Dijo.
-¿¡En barco!? –Gritaron
todos.
-Sí, quiero viajar en un
barco de hojas.
-¡Ventarrones y
remolinos! ¡Sólo a él se le podía ocurrir! –Dijeron los grandes. En cambio, los
más chicos mecían sus trompas, llenos de alegría.
-¡Imposible! –Gritó el
padre, sacudiendo la cabeza.
-¿Por qué, papá?
–Lloriqueó Eleazar.
-Pero, hijo, ¿Qué hojas
podían sostener el peso de un elefante?
Eleazar, contrariado,
miró hacia abajo y se puso con la pata delantera a hacer un surquito en la
tierra. No había pesado en eso. Entonces se dijo: “¿Quiénes saben de hojas?
¡Las hormigas! ¡Voy a
verlas!” Tomo el camino lateral del bosque donde vivían las colonias de
hormigas rojas y negras, rayadas, termitas y labradoras.
Una a una se fueron asomando,
donde atrás de un palito, por la orilla de un brote de retama, desde la orilla
de una flor. Un pétalo se movió y dos
ojos azules aparecieron detrás de él.
Era Hermelinda, una
hormiga que conocía al elefante desde que era un bebé gordito, gris y con trompa
de juguete.
-¡Eleazar! –Gritó, y
trepó por la gigantesca pata de su amigo, lo besó en la oreja, se sentó en una
arruga de su trompa y se dispuso a conservar.
-¿Qué anda haciendo mi
amigo por nuestro paraje? ¿Por qué ha pasado tanto tiempo sin visitarnos? ¿Cómo
lo trata la vida? ¿Qué cuenta de su familia? –Dijo Hermelinda, que tenía la
costumbre de apilar las preguntas como si fueran hojas.
-Los siempreverdes
ya están florecidos –Dijo Eleazar, que
contestaba cualquier cosa cuando lo mareaban con preguntas. Pero después se
sentó junto a la amiga y le preguntó cómo podía hacer un viaje en barco por el
río.
-Vamos a pensar –Dijo
ella, y comenzó a estirarse las antenas para que las ideas le llegaran mejor-.
A ver, a ver… No conozco hojas tan resistentes como para sostener a un viajero
tan grandote.
-¿Y atando las hojas una
con otra, y una con otra? –Propuso él, esperanzado.
-No conozco lianas tan
fuertes como para atar las hojas, ni para armar un barco que te lleve –lamentó
ella-. En realidad las hojas más resistentes son las de mimbre, aquellas, que
crecen junto a las retamas. ¿Las ves, Eleazar? Sólo esas hojas resistirían,
¡pero son tan pequeñas!
-Ay, Hermelinda, ¡qué
desgracia ser tan grande!
-No te quejes, Eleazar.
Es muy bonito que hayas podido crecer tanto, a pesar de las hienas y de los
leones.
-¡Pero quedo atascado en
los pasadizos, derrumbo los túneles de las madrigueras, me raspo el lomo con
los árboles espinosos!
-¡Eleazar! Si no
existieras, el mundo no tendría nada de gris, y nosotras no hubiéramos
aprendido a mirar arriba –lo consolaba Hermelinda.
Cuando estaba con su
amiga, se sentía tan pequeño, como si pudiera caber adentro de un abrazo. Cerró
los ojos y se imaginó caminando con ella, entrando de su mano en los
hormigueros, para ver sus almacenes llenos de semilla. Si él fuera así de
chiquito dormiría entre las sábanas verdes de las hormigas, y podría
columpiarse en las ramas de los tamarindos. ¡Ah, qué lindo poder columpiarse!”
-A ver, Eleazar
–Interrumpió Hermelinda- ¿Cómo hace un elefante para crecer tanto?
-Bueno, según mi mamá
crecemos por el agua que bebemos.
-¿Cómo es eso del agua?
-Hay un lugar secreto
donde vamos a beber cada mañana –Contó Eleazar, en voz muy baja-. El agua de la
cascada del elefante.
-¡Esa puede ser la solución!
–Se entusiasmó la hormiga, a quien se le había ocurrido una idea fantástica-
¡Tendremos mucho que hacer!
En esos días, los de la
manada vieron que Eleazar salía temprano y regresaba tarde y un poco cansado.
No se sabía por qué, pues él no había contado nada de su trabajo secreto. Nadie
sabía que cruzaba el bosque con Hermelinda, ni que llevaban agua de la cascada
del elefante para regar la mata de mimbre.
Así un día y dos, y
también tres días. Al cuarto, la mata había crecido tanto que tocaba, casi, la
techumbre del bosque. Se volvió más verde y se fue abriendo en hojas, como
abanicos gigantes.
Una mañana, Eleazar cortó
una hoja y corrió hasta el río.
Hermelinda, aferrada a la
oreja para no caerse, trató de prevenir a su amigo pero no tuvo tiempo. Él puso
la hoja sobre el agua y se subió en ella. Pero era demasiado elefante para tan
poca hoja.
Eleazar y Hermelinda se
hundieron en un instante. Salieron embarrados, escurriendo agua, Hermelinda
riendo y su amigo con un poco de vergüenza.
Entonces ella le explicó
que una hoja sola, por grande que fuese, no alcanzaba para sostener un
elefante.
Entonces regresaron al bosque, cortaron ramas
de mimbre y las limpiaron (es decir, Eleazar se comió todos los brotes y dejó
las ramas brillantes). Después las tejieron, con la ayuda de las arañas que,
desde los balcones de sus palacios de hilo, les decían cómo hacer.
Cuando terminaron, las
otras hormigas armaron tal griterío que todos vinieron a ver y a aplaudir.
Entonces Eleazar miró a su familia y dijo:
-¡Mañana me voy de viaje
por el río!
Esa noche soñó que un
pájaro se apoyaba en el borde de su barco y lo hacía zozobrar. Él lo rescataba,
lo apoyaba otra vez sobre el agua, pero cuando iba a subirse, el viento
transformaba su barco en un barrilete. A la tercera vez, los cocodrilos se
habían tomado todo el río y no quedaba agua para navegar. Eleazar, entonces,
rompía a llorar y salía corriendo y gritando: “¡Hermelindaaa!”
-Sí, Eleazar, estoy aquí
–Contesto Hermelinda, que acababa de llegar con un salvavidas puesto. El amigo
se restregó los ojos para borrar las pesadillas.
-Hermelinda, los
cocodrilos ¿Toman mucha agua?
-¿Mucha agua? No, en
realidad toman mucho sol, pero ¿Agua? –Dijo la hormiga cara de no entender.
Entonces Eleazar bostezó.
Fue un bostezo tan grande que las arañas debieron sujetarse de los hilos para
no salir volando. Y es que de pronto tenía sueño, tal vez no era sueño.
Es que había llegado el
momento de viajar, y las rodillas, y luego las orejas, y hasta el ombligo le
empezaban a doler de miedo.
-Mejor no voy –Murmuró.
Sólo que entonces,
comenzaron a llegar los hermanos menores para acompañarlo, y también las
abejas, una familia de palomas verdes, los monos más pequeños y todas, todas
las hormigas.
Fueron conversando con él
hasta el río y, cuando Eleazar vio su barco amarrado en la orilla, el poquito
de miedo que le quedaba aún en las orejas, se fue volando hasta asentarse en el
rojo de los frutos silvestres.
-¿Vamos? –Le dijo
Hermelinda.
-Probemos –Contestó él,
mientras apoyaba con cuidado primero una pata, luego otra, finalmente las de
atrás. Gran silencio en la orilla.
Pasó un instante largo y
lento hasta que el barco comenzó a deslizarse suave sobre la corriente.
Alboroto de alegría.
Poco más allá, en una
saliente de arena, el barco se detuvo un momento para que el navegante se
despidiera.
Hermelinda lo besó muchas
veces, y le dio un atadito de lápices y papeles, para que Eleazar escribiera
cartas mientras estuviera lejos. Luego descendió como una reina y se instaló
junto a sus compañeras, que decían adiós con pañuelitos de hierbabuena.
Eleazar contestó los
saludos, separó l embarcación de la orilla de arna y se dejó ir.
Un vientito acompañante
le rozó las pestañas y algunos pájaros conocidos lo sobrevolaron por última
vez.
Al barco se deslizaba
sobre la piel del agua y él comenzó a sentirse liviano como una hoja, y casi
pequeño, felizmente pequeño, bajo el enorme cielo azul.