jueves, 20 de febrero de 2014

MARÍA CRISTINA RAMOS



María Cristina Ramos

Desde 1978 vive en Neuquén, Argentina. Es Profesora de Literatura y capacitadora docente. Además, escritora y editora argentina, dedicada a la literatura infantil.

Realizó varias tareas de promoción de la lectura en la provincia donde radica. Tuvo a su cargo el programa "Formación de Coordinadores de Talleres Literarios Infantiles" del Consejo Provincial de Educación neuquino. Entre 1982 y 1990 se desempeñó en la Dirección Provincial de Cultura de Neuquén, coordinando el Taller Literario para niños, jóvenes y adultos. Actualmente sólo coordina talleres para adultos. En 1987 y 1988 se desempeñó como coordinadora del Plan de Lectura y Escritura provincial. Este trabajo influyó activamente en su labor literaria, ya que al ver como los chicos escriben y la relación que los mismos establecen con los libros que les gustan, se siente movilizada a escribir.

Desde 2002 posee un emprendimiento editorial propio, llamado Editorial Ruedamares, que coordina desde la ciudad de Neuquén. Este proyecto editorial surgió por la dificultad que tuvo la autora para conseguir publicar libros de poesía para pequeños lectores.





Obras de la autora:

  • Un sol para tu sombrero
  • Cuentos de la Buena Suerte
  • De papel de te espero
  • El árbol de la lluvia
  • Azul la cordillera
  • Un bosque en cada esquina
  • Ruedamares, Pirata de la mar bravía
  • Las lagartijas no vuelan
  • Las sombras del Gato
  • Maíces del silencio
  • La rama de azúcar
  

Eleazar y el río



Cuando Eleazar termino el jardín de infantes, quiso irse de viaje. Arrojo lejos el guardapolvo a cuadritos y gritó: - ¡Ahora, si puedo irme de viaje!

El padre arrugó la trompa, un poco preocupado, pero sus hermanos menores gritaron de entusiasmo.

-No debería ser un viaje muy largo –Dijo la madre-. En abril comienzan las clases de caravana y acarreo.

-No lo olvido, mamá. Para entonces ya estaré de vuelta.

Eleazar comentó su decisión con la manada. Entonces los tíos le dieron consejos: Que no olvides el sombrero, que mejor sin mucho equipaje, que no te revuelques en cualquier tierra; que cuidado al beber, que el león acecha, y así una larga lista de cosas para hacer, y otras, para no hacer.

Pero, en ese momento, Eleazar agregó:

-¡Quiero viajar… en barco por el río! –Dijo.

-¿¡En barco!? –Gritaron todos.

-Sí, quiero viajar en un barco de hojas.

-¡Ventarrones y remolinos! ¡Sólo a él se le podía ocurrir! –Dijeron los grandes. En cambio, los más chicos mecían sus trompas, llenos de alegría.

-¡Imposible! –Gritó el padre, sacudiendo la cabeza.

-¿Por qué, papá? –Lloriqueó Eleazar.

-Pero, hijo, ¿Qué hojas podían sostener el peso de un elefante?

Eleazar, contrariado, miró hacia abajo y se puso con la pata delantera a hacer un surquito en la tierra. No había pesado en eso. Entonces se dijo: “¿Quiénes saben de hojas?

¡Las hormigas! ¡Voy a verlas!” Tomo el camino lateral del bosque donde vivían las colonias de hormigas rojas y negras, rayadas, termitas y labradoras.

Una a una se fueron asomando, donde atrás de un palito, por la orilla de un brote de retama, desde la orilla de una flor. Un  pétalo se movió y dos ojos azules aparecieron detrás de él.

Era Hermelinda, una hormiga que conocía al elefante desde que era un bebé gordito, gris y con trompa de juguete.

-¡Eleazar! –Gritó, y trepó por la gigantesca pata de su amigo, lo besó en la oreja, se sentó en una arruga de su trompa y se dispuso a conservar.
-¿Qué anda haciendo mi amigo por nuestro paraje? ¿Por qué ha pasado tanto tiempo sin visitarnos? ¿Cómo lo trata la vida? ¿Qué cuenta de su familia? –Dijo Hermelinda, que tenía la costumbre de apilar las preguntas como si fueran hojas.

-Los siempreverdes ya  están florecidos –Dijo Eleazar, que contestaba cualquier cosa cuando lo mareaban con preguntas. Pero después se sentó junto a la amiga y le preguntó cómo podía hacer un viaje en barco por el río.

-Vamos a pensar –Dijo ella, y comenzó a estirarse las antenas para que las ideas le llegaran mejor-. A ver, a ver… No conozco hojas tan resistentes como para sostener a un viajero tan grandote.

-¿Y atando las hojas una con otra, y una con otra? –Propuso él, esperanzado.

-No conozco lianas tan fuertes como para atar las hojas, ni para armar un barco que te lleve –lamentó ella-. En realidad las hojas más resistentes son las de mimbre, aquellas, que crecen junto a las retamas. ¿Las ves, Eleazar? Sólo esas hojas resistirían, ¡pero son tan pequeñas!

-Ay, Hermelinda, ¡qué desgracia ser tan grande!

-No te quejes, Eleazar. Es muy bonito que hayas podido crecer tanto, a pesar de las hienas y de los leones.

-¡Pero quedo atascado en los pasadizos, derrumbo los túneles de las madrigueras, me raspo el lomo con los árboles espinosos!

-¡Eleazar! Si no existieras, el mundo no tendría nada de gris, y nosotras no hubiéramos aprendido a mirar arriba –lo consolaba Hermelinda.

Cuando estaba con su amiga, se sentía tan pequeño, como si pudiera caber adentro de un abrazo. Cerró los ojos y se imaginó caminando con ella, entrando de su mano en los hormigueros, para ver sus almacenes llenos de semilla. Si él fuera así de chiquito dormiría entre las sábanas verdes de las hormigas, y podría columpiarse en las ramas de los tamarindos. ¡Ah, qué lindo poder columpiarse!”

-A ver, Eleazar –Interrumpió Hermelinda- ¿Cómo hace un elefante para crecer tanto?

-Bueno, según mi mamá crecemos por el agua que bebemos.

-¿Cómo es eso del agua?

-Hay un lugar secreto donde vamos a beber cada mañana –Contó Eleazar, en voz muy baja-. El agua de la cascada del elefante.

-¡Esa puede ser la solución! –Se entusiasmó la hormiga, a quien se le había ocurrido una idea fantástica- ¡Tendremos mucho que hacer!
En esos días, los de la manada vieron que Eleazar salía temprano y regresaba tarde y un poco cansado. No se sabía por qué, pues él no había contado nada de su trabajo secreto. Nadie sabía que cruzaba el bosque con Hermelinda, ni que llevaban agua de la cascada del elefante para regar la mata de mimbre.

Así un día y dos, y también tres días. Al cuarto, la mata había crecido tanto que tocaba, casi, la techumbre del bosque. Se volvió más verde y se fue abriendo en hojas, como abanicos gigantes.

Una mañana, Eleazar cortó una hoja y corrió hasta el río.

Hermelinda, aferrada a la oreja para no caerse, trató de prevenir a su amigo pero no tuvo tiempo. Él puso la hoja sobre el agua y se subió en ella. Pero era demasiado elefante para tan poca hoja.

Eleazar y Hermelinda se hundieron en un instante. Salieron embarrados, escurriendo agua, Hermelinda riendo y su amigo con un poco de vergüenza.

Entonces ella le explicó que una hoja sola, por grande que fuese, no alcanzaba para sostener un elefante.

 Entonces regresaron al bosque, cortaron ramas de mimbre y las limpiaron (es decir, Eleazar se comió todos los brotes y dejó las ramas brillantes). Después las tejieron, con la ayuda de las arañas que, desde los balcones de sus palacios de hilo, les decían cómo hacer.

Cuando terminaron, las otras hormigas armaron tal griterío que todos vinieron a ver y a aplaudir. Entonces Eleazar miró a su familia y dijo:

-¡Mañana me voy de viaje por el río!

Esa noche soñó que un pájaro se apoyaba en el borde de su barco y lo hacía zozobrar. Él lo rescataba, lo apoyaba otra vez sobre el agua, pero cuando iba a subirse, el viento transformaba su barco en un barrilete. A la tercera vez, los cocodrilos se habían tomado todo el río y no quedaba agua para navegar. Eleazar, entonces, rompía a llorar y salía corriendo y gritando: “¡Hermelindaaa!”

-Sí, Eleazar, estoy aquí –Contesto Hermelinda, que acababa de llegar con un salvavidas puesto. El amigo se restregó los ojos para borrar las pesadillas.

-Hermelinda, los cocodrilos ¿Toman mucha agua?

-¿Mucha agua? No, en realidad toman mucho sol, pero ¿Agua? –Dijo la hormiga cara de no entender.

Entonces Eleazar bostezó. Fue un bostezo tan grande que las arañas debieron sujetarse de los hilos para no salir volando. Y es que de pronto tenía sueño, tal vez no era sueño.

Es que había llegado el momento de viajar, y las rodillas, y luego las orejas, y hasta el ombligo le empezaban a doler de miedo.

-Mejor no voy –Murmuró.

Sólo que entonces, comenzaron a llegar los hermanos menores para acompañarlo, y también las abejas, una familia de palomas verdes, los monos más pequeños y todas, todas las hormigas.

Fueron conversando con él hasta el río y, cuando Eleazar vio su barco amarrado en la orilla, el poquito de miedo que le quedaba aún en las orejas, se fue volando hasta asentarse en el rojo de los frutos silvestres.

-¿Vamos? –Le dijo Hermelinda.

-Probemos –Contestó él, mientras apoyaba con cuidado primero una pata, luego otra, finalmente las de atrás. Gran silencio en la orilla.

Pasó un instante largo y lento hasta que el barco comenzó a deslizarse suave sobre la corriente. Alboroto de alegría.

Poco más allá, en una saliente de arena, el barco se detuvo un momento para que el navegante se despidiera.

Hermelinda lo besó muchas veces, y le dio un atadito de lápices y papeles, para que Eleazar escribiera cartas mientras estuviera lejos. Luego descendió como una reina y se instaló junto a sus compañeras, que decían adiós con pañuelitos de hierbabuena.

Eleazar contestó los saludos, separó l embarcación de la orilla de arna y se dejó ir.

Un vientito acompañante le rozó las pestañas y algunos pájaros conocidos lo sobrevolaron por última vez.

Al barco se deslizaba sobre la piel del agua y él comenzó a sentirse liviano como una hoja, y casi pequeño, felizmente pequeño, bajo el enorme cielo azul.

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